viernes, 15 de febrero de 2013

Placeres



Hace casi dos meses de este día que hoy quiero contarles y me hubiera gustado empezar diciéndoles que era un día luminoso y templado, sin embargo, ese día la luz venía de otro sitio o, pensándolo bien, de varios sitios, menos del sol.

Era un sábado de invierno, lluvioso y hosco, justo el sábado antes de fin de año, un día de esos lleno de preparativos de última hora. Y ese día había quedado con una querida amiga de mi infancia para vernos después de mucho tiempo. Ella vive en Caracas, yo vivo en Plasencia, y las posibilidades de que coincidiéramos en esa oportunidad disminuían por lo corto de su viaje a Madrid, y por mis numerosos y rutinarias ocupaciones. Sin embargo, mi amiga, brillante como ha sido siempre, dijo que tenía ganas de volver a Cáceres pues hacía muchos años que no iba, yo por supuesto rápidamente acepté vernos allí, pues es una ciudad cercana, entrañable para mí y a la que voy con cierta frecuencia.

Llovía mucho ese día, y aun así Cáceres estaba hermosa, como hechizada, con sus monumentales edificios apretándose en las estrechas calles. Me fui en tren y mi amiga llegó a la ciudad en coche, acompañada de su mamá y de otra amiga, así que las cuatro nos pusimos a andar desde la plaza, pasando por el arco de la estrella y subiendo llegamos a la plaza donde un pequeño San Jorge se esfuerza por matar al dragón. Ya a esa altura nuestros zapatos estaban mojados y aunque  llevábamos paraguas la humedad nos impedía disfrutar todo lo que queríamos. Pretendía llevarlas hasta el aljibe grande, el que está en el museo, en el Palacio de las Veletas, porque recuerdo la impresión que me causó con su docena de columnas y el hecho de que a pesar de haber sido construido en el siglo XI se usara para abastecer de agua hasta el XIX.

Cuando llegamos a la altura del museo de Semana Santa llovía tanto que nos metimos allí para ver el sitio y para refugiarnos –las intenciones pueden invertirse en el orden- y lo pasamos muy bien viendo los elementos de esa fiesta tan lejana y enigmática para algunos. Creo que allí salió por primera vez el tema, la intención, el objetivo, la meta a la que todas nos aveníamos con la excusa de ver Cáceres: nuestra amiga había reservado y nos había invitado a comer, nada más y nada menos, que en el restaurante Atrio, ese del que todos hablan, porque aquí en medio de la ciudad medieval y renacentista de Cáceres, justo en la comunidad a veces más olvidada de España, brillan dos estrellas Michelin y pertenecen justamente a ese sitio.

Era temprano y un poco de sentimiento de culpa nos embargaba, queríamos ver Cáceres, pero desde arriba nos enviaban una lluvia y un frío intenso poco recomendado para almas tropicales. Así que después de ver el primer museo, y el pequeño y bonito aljibe que alberga, salimos, entonces volvió a llover con intensidad, y nos metimos en el museo de la Fundación Mercedes Calle-Carlos Balleteros, allí vimos piezas variadas en un hermoso espacio, demasiado ecléctico para mi gusto o quizás para el día, ahora no lo sé. Lo cierto es que ya en la puerta decidimos que aunque era temprano, mejor nos refugiábamos donde debía ser: en el restaurante. Así que dimos vuelta al mapa y nos empinamos buscando la Plaza de San Mateo, y llegamos rápido, mojadas, algo despeinadas y desbaratadas, y muy entusiasmadas.

Llegar fue encontrar un oasis, pero al revés, afuera no quedaba el desierto, afuera dejábamos una hermosa ciudad en medio del diluvio y adentro encontramos un refugio seco. Nos recibieron con amabilidad en un espacio amplio y sencillo, sin lujos, sin arrogancias, y nos ofrecieron una visita a la bodega –que posee fama entre los entendidos- y allí nos dieron un paseo en círculo entre hileras de botellas perfectamente apiladas y seleccionadas, un orgulloso empleado nos informaba de la muestra, de esa ciudad de botellas donde conviven grandes marcas con el producto de pequeños y esmerados viticultores. Las maderas del sitio, la iluminación tenue, la imposición visual de aquellas joyas de la enología nos dejaron asombradas y calladas en un principio, muy serias escuchábamos las explicaciones, hasta que poco a poco nos relajamos y empezamos con algún que otro chiste porque ya estábamos secas, felices de estar juntas y estábamos, además, en un lugar espectacular.

El mesonero se dio cuenta de nuestra actitud más bien campechana y pronto se relajó en las explicaciones sin por eso dejar de contarnos todo lo que concierne al sitio. Luego nos sentaron en una gran mesa redonda, en un comedor claro con enormes ventanales. Siempre he pensado que las mesas redondas ejercen cierta magia en los comensales, tuve una mesa redonda que siempre añoraré, y ese día lo corroboré, sentadas allí estábamos relajadas, afuera quedaba la lluvia, el ajetreo, el viaje en tren, la niebla del camino, la rutina, la situación política de nuestro país, la dichosa crisis de mis tormentos. Aquí estábamos nosotras, felices de estar juntas, y dispuestas a vivir esta experiencia.

Comenzamos tomando una copa de champán, no sé el nombre, era seco, sin embargo, no te golpeaba el paladar y las burbujas eran delicadas y subían perfectamente hacia la superficie de la copa. La mamá de mi amiga no quiso comer mucho, pero nosotras tres nos apuntamos rápidamente a la degustación completa que nos ofrecieron. Nos trajeron también la carta de vinos que era un libro grueso como una novela de unas 400 páginas. Mi amiga rechazó perderse en aquella cantidad de nombres, mientras nos entregábamos a las bromas y a los recuerdos. Así que nos dejamos guiar y nos trajeron un vino de la zona de Rueda, blanco, seco y exquisito, el sumiller nos comentó que un francés era el encargado de esa bodega ubicada en el centro de Castilla y León. Por supuesto, el nombre quedó borrado de mi mente, y ahora lo lamento.

Luego comenzó la fiesta, una serie de platos venían a nuestra mesa, al principio unas milhojas con boquerones, delicioso, con un toque especial de un mus de pimentón. Después, un capuchino de setas, foie y maíz, que fue el único plato que no supe entender, creo que porque no lo esperaba frío. Seguimos con unas gambas marinadas con brotes de mostaza, una cosa mágica, la gamba estaba tan finamente cortada que aumentaba la delicadeza del plato y parecía que no te llevabas nada a la boca, pero luego sentías la mezcla de sabores y era fantástico.

El tiempo entre uno y otro plato era justo el necesario para decantarnos en halagos y contar alguna breve anécdota. Fuimos unas de las primeras mesas servidas ese día, el restaurant poco a poco se fue llenando de gente diversa, y lo mejor, era gente relajada, alegre, sin tensiones. Disfruté porque desde mi sitio, además de tener a la vista a todas mis compañeras de mesa, tenía justo el ventanal que daba a un hermoso patio y ante mi mirada se abría todo el salón así que pude ver todo el ambiente, los gestos, el movimiento de los mesoneros y comensales.

Después de las gambas nos trajeron unos calamares al curry, algo delicioso, que les aseguro no sabe a como suena, porque una cosa distintiva de cada uno de estos platos es que los sabores se combinan perfectamente con las texturas que logran, y esto podemos aplicárselo también y en demasía al siguiente plato, una cigala con jamón ibérico y jugo cremoso. Tampoco sabe a como suena, sabe mucho mejor, el jamón crujiente y estruendoso mezclado con la caricia de la cigala y la cremosidad de ese jugo, que no era jugo de mariscos, ni bechamel, ni nata sino todo eso junto, pero diferente.

El ambiente del sitio, el vino, la suerte de estar allí, nos llevó a reírnos y bromear, cuatro venezolanas juntas en un maravilloso lugar como éste da para mucho. Lo mejor es que nada parecía perturbarse con nuestras carcajadas, los mesoneros eran diligentes y amables y nada estirados o serios como he visto en otros sitios. Estaban relajados y alegres, cada uno de los lectores dará una razón, más amarga o más positiva, sin embargo, insisto que ese día no sé si por ser sábado, por ser fin de año, porque afuera llovía y allí todos estábamos en un refugio privilegiado, lo cierto es que todo se conjugó para que fuéramos felices.

No dejé ni una gota de jugo cremoso, ni de cigala ni de jamón, pero mientras comía todo eso recordaba a mi esposo, a mis hijos, a mi madre, a mis hermanos y a tantos amigos a los que quisiera algún día darles a probar una combinación tan exquisita y delicada como ésta.

Luego nos trajeron lubina con almendras y alcachofas, suave y sugerente. Y de último una pluma ibérica a la parrilla con foie y puré de berros. Una cosa mágica que sabía a la que ahora es mi tierra extremeña, pero que la realzaba, con una magnificencia portentosa y una elegancia sublime.

Aclaro que todos los platos venían en su justa cantidad, exactamente medidos para dejarnos con las ganas de comer más de cada uno de ellos, y a la vez permitirnos seguir con el siguiente. Decíamos éste es el mejor y luego llegaba otro y decíamos, no, éste es el mejor y así hasta llegar al final donde nunca emitimos un veredicto unánime sino disperso y generoso hacia todos los platos.

Después comimos torta del Casar, como nunca la había comido, con una preparación estupenda y en la proporción exacta para impactar con su sabor sin agobios. El postre, celestial por supuesto, fue un tocinillo del cielo con yogurt y cacao. Nos trajeron además una obra de arte del más puro realismo, una cereza fabricada a partir de cerezas del Valle del Jerte y con su forma, unida como si fuera hecha por la naturaleza a su rabito de chocolate en su exacta medida, tamaño y color. Algo mágico para terminar.

Mi amiga, una de las mujeres que conozco que podría ir por la vida mirando a los demás desde arriba desde hace mucho tiempo y que sin embargo, es una de las personas más sencillas, prácticas e inteligentes que nunca he conocido, encima nos dio la gracias por acompañarla cuando nosotras tres nos deshacíamos en agradecimientos ante semejante y magnífica invitación.

No tengo ni idea de cuantas horas pasamos en el Atrio, lo cierto es que la conversación fue reconfortante y que en el fondo ninguna quería irse de allí. Conocimos todo lo que pudimos de ese hermoso hotel moderno y antiguo en medio de la vieja ciudad de Cáceres, hasta los baños nos sorprendieron con sus disimuladas puertas en enormes paredes blancas, allí fuimos la mamá de mi amiga y yo, alegres de vino y deliciosa comida. Y en el camino la mamá de mi amiga, que me conoce desde que tenía unos ocho años, me llenó de palabras cariñosas, y para mí fue una alegría de esas que te mueven recuerdos y sensaciones.

Sé que llegué a mi casa de noche, porque además me trajeron hasta Plasencia, y hubiera dado lo que sea porque se quedaran en mi casa y no hubieran seguido camino a Madrid con esa lluvia y esa niebla persistentes, pero debían irse y yo me quedé reproduciendo una y mil veces en mi mente la serie de sensaciones de ese día.

El restaurante Atrio no es sólo magnífico en su comida, y en la belleza del lugar, tiene una cosa que hoy perdura en mi recuerdo -especialmente cuando en ocasiones voy a algún sitio y el trato duro y desagradable de los empleados me incomoda- la atención. Sin llegar a ser en ningún momento zalameros, serviles o impertinentes, todos los empleados que nos atendieron mostraban una alegría y una cordialidad sincera, ha quedado en mi mente la imagen de un empleado trayendo mi abrigo, comprado en las rebajas de hace tres años, como si fuera una prenda delicada y ayudándome a ponérmelo con una amabilidad sincera. Ese trato cordial, sin imposiciones y cercano, es otro de los grandes recuerdos que me llevo de esta fabulosa experiencia gastronómica.

Para hablar de la vida, del día a día, de las preocupaciones y las metas nos queda el teléfono, el Messenger y el Skype, aunque nunca como un encuentro entre dos amigas de toda la vida. Y hoy, para anotar un delicioso día, nos queda el recuerdo del sábado 30 de diciembre de 2012 en el Atrio de Cáceres, un sábado lluvioso y lleno de luz.

No hay comentarios: