Hace casi dos meses de este día que hoy quiero
contarles y me hubiera gustado empezar diciéndoles que era un día luminoso y
templado, sin embargo, ese día la luz venía de otro sitio o, pensándolo bien,
de varios sitios, menos del sol.
Era un sábado de invierno, lluvioso y hosco, justo
el sábado antes de fin de año, un día de esos lleno de preparativos de última
hora. Y ese día había quedado con una querida amiga de mi infancia para vernos
después de mucho tiempo. Ella vive en Caracas, yo vivo en Plasencia, y las
posibilidades de que coincidiéramos en esa oportunidad disminuían por lo corto
de su viaje a Madrid, y por mis numerosos y rutinarias ocupaciones. Sin
embargo, mi amiga, brillante como ha sido siempre, dijo que tenía ganas de
volver a Cáceres pues hacía muchos años que no iba, yo por supuesto rápidamente
acepté vernos allí, pues es una ciudad cercana, entrañable para mí y a la que
voy con cierta frecuencia.
Llovía mucho ese día, y aun así Cáceres estaba
hermosa, como hechizada, con sus monumentales edificios apretándose en las
estrechas calles. Me fui en tren y mi amiga llegó a la ciudad en coche, acompañada
de su mamá y de otra amiga, así que las cuatro nos pusimos a andar desde la
plaza, pasando por el arco de la estrella y subiendo llegamos a la plaza donde
un pequeño San Jorge se esfuerza por matar al dragón. Ya a esa altura nuestros
zapatos estaban mojados y aunque
llevábamos paraguas la humedad nos impedía disfrutar todo lo que
queríamos. Pretendía llevarlas hasta el aljibe grande, el que está en el museo,
en el Palacio de las Veletas, porque recuerdo la impresión que me causó con su
docena de columnas y el hecho de que a pesar de haber sido construido en el
siglo XI se usara para abastecer de agua hasta el XIX.
Cuando llegamos a la altura del museo de Semana
Santa llovía tanto que nos metimos allí para ver el sitio y para refugiarnos
–las intenciones pueden invertirse en el orden- y lo pasamos muy bien viendo
los elementos de esa fiesta tan lejana y enigmática para algunos. Creo que allí
salió por primera vez el tema, la intención, el objetivo, la meta a la que
todas nos aveníamos con la excusa de ver Cáceres: nuestra amiga había reservado
y nos había invitado a comer, nada más y nada menos, que en el restaurante Atrio, ese del que todos hablan, porque aquí en medio de la ciudad medieval y renacentista
de Cáceres, justo en la comunidad a veces más olvidada de España, brillan dos
estrellas Michelin y pertenecen justamente a ese sitio.
Era temprano y un poco de sentimiento de culpa nos
embargaba, queríamos ver Cáceres, pero desde arriba nos enviaban una lluvia y
un frío intenso poco recomendado para almas tropicales. Así que después de ver
el primer museo, y el pequeño y bonito aljibe que alberga, salimos, entonces volvió
a llover con intensidad, y nos metimos en el museo de la Fundación Mercedes
Calle-Carlos Balleteros, allí vimos piezas variadas en un hermoso espacio,
demasiado ecléctico para mi gusto o quizás para el día, ahora no lo sé. Lo
cierto es que ya en la puerta decidimos que aunque era temprano, mejor nos
refugiábamos donde debía ser: en el restaurante. Así que dimos vuelta al mapa y
nos empinamos buscando la Plaza de San Mateo, y llegamos rápido, mojadas, algo
despeinadas y desbaratadas, y muy entusiasmadas.
Llegar fue encontrar un oasis, pero al revés, afuera
no quedaba el desierto, afuera dejábamos una hermosa ciudad en medio del
diluvio y adentro encontramos un refugio seco. Nos recibieron con amabilidad en
un espacio amplio y sencillo, sin lujos, sin arrogancias, y nos ofrecieron una
visita a la bodega –que posee fama entre los entendidos- y allí nos dieron un
paseo en círculo entre hileras de botellas perfectamente apiladas y
seleccionadas, un orgulloso empleado nos informaba de la muestra, de esa ciudad
de botellas donde conviven grandes marcas con el producto de pequeños y
esmerados viticultores. Las maderas del sitio, la iluminación tenue, la
imposición visual de aquellas joyas de la enología nos dejaron asombradas y
calladas en un principio, muy serias escuchábamos las explicaciones, hasta que
poco a poco nos relajamos y empezamos con algún que otro chiste porque ya
estábamos secas, felices de estar juntas y estábamos, además, en un lugar
espectacular.
El mesonero se dio cuenta de nuestra actitud más bien
campechana y pronto se relajó en las explicaciones sin por eso dejar de
contarnos todo lo que concierne al sitio. Luego nos sentaron en una gran mesa
redonda, en un comedor claro con enormes ventanales. Siempre he pensado que las
mesas redondas ejercen cierta magia en los comensales, tuve una mesa redonda
que siempre añoraré, y ese día lo corroboré, sentadas allí estábamos relajadas,
afuera quedaba la lluvia, el ajetreo, el viaje en tren, la niebla del camino,
la rutina, la situación política de nuestro país, la dichosa crisis de mis
tormentos. Aquí estábamos nosotras, felices de estar juntas, y dispuestas a
vivir esta experiencia.
Comenzamos tomando una copa de champán, no sé el
nombre, era seco, sin embargo, no te golpeaba el paladar y las burbujas eran
delicadas y subían perfectamente hacia la superficie de la copa. La mamá de mi
amiga no quiso comer mucho, pero nosotras tres nos apuntamos rápidamente a la
degustación completa que nos ofrecieron. Nos trajeron también la carta de vinos
que era un libro grueso como una novela de unas 400 páginas. Mi amiga rechazó
perderse en aquella cantidad de nombres, mientras nos entregábamos a las bromas
y a los recuerdos. Así que nos dejamos guiar y nos trajeron un vino de la zona
de Rueda, blanco, seco y exquisito, el sumiller nos comentó que un francés era
el encargado de esa bodega ubicada en el centro de Castilla y León. Por
supuesto, el nombre quedó borrado de mi mente, y ahora lo lamento.
Luego comenzó la fiesta, una serie de platos venían
a nuestra mesa, al principio unas milhojas con boquerones, delicioso, con un
toque especial de un mus de pimentón. Después, un capuchino de setas, foie y
maíz, que fue el único plato que no supe entender, creo que porque no lo esperaba
frío. Seguimos con unas gambas marinadas con brotes de mostaza, una cosa
mágica, la gamba estaba tan finamente cortada que aumentaba la delicadeza del
plato y parecía que no te llevabas nada a la boca, pero luego sentías la mezcla
de sabores y era fantástico.
El tiempo entre uno y otro plato era justo el
necesario para decantarnos en halagos y contar alguna breve anécdota. Fuimos
unas de las primeras mesas servidas ese día, el restaurant poco a poco se fue
llenando de gente diversa, y lo mejor, era gente relajada, alegre, sin
tensiones. Disfruté porque desde mi sitio, además de tener a la vista a todas
mis compañeras de mesa, tenía justo el ventanal que daba a un hermoso patio y
ante mi mirada se abría todo el salón así que pude ver todo el ambiente, los
gestos, el movimiento de los mesoneros y comensales.
Después de las gambas nos trajeron unos calamares al
curry, algo delicioso, que les aseguro no sabe a como suena, porque una cosa
distintiva de cada uno de estos platos es que los sabores se combinan perfectamente
con las texturas que logran, y esto podemos aplicárselo también y en demasía al
siguiente plato, una cigala con jamón ibérico y jugo cremoso. Tampoco sabe a
como suena, sabe mucho mejor, el jamón crujiente y estruendoso mezclado con la
caricia de la cigala y la cremosidad de ese jugo, que no era jugo de mariscos,
ni bechamel, ni nata sino todo eso junto, pero diferente.
El ambiente del sitio, el vino, la suerte de estar
allí, nos llevó a reírnos y bromear, cuatro venezolanas juntas en un maravilloso
lugar como éste da para mucho. Lo mejor es que nada parecía perturbarse con
nuestras carcajadas, los mesoneros eran diligentes y amables y nada estirados o
serios como he visto en otros sitios. Estaban relajados y alegres, cada uno de
los lectores dará una razón, más amarga o más positiva, sin embargo, insisto
que ese día no sé si por ser sábado, por ser fin de año, porque afuera llovía y
allí todos estábamos en un refugio privilegiado, lo cierto es que todo se
conjugó para que fuéramos felices.
No dejé ni una gota de jugo cremoso, ni de cigala ni
de jamón, pero mientras comía todo eso recordaba a mi esposo, a mis hijos, a mi
madre, a mis hermanos y a tantos amigos a los que quisiera algún día
darles a probar una combinación tan exquisita y delicada como ésta.
Luego nos trajeron lubina con almendras y
alcachofas, suave y sugerente. Y de último una pluma ibérica a la parrilla con
foie y puré de berros. Una cosa mágica que sabía a la que ahora es mi tierra
extremeña, pero que la realzaba, con una magnificencia portentosa y una
elegancia sublime.
Aclaro que todos los platos venían en su justa cantidad,
exactamente medidos para dejarnos con las ganas de comer más de cada uno de
ellos, y a la vez permitirnos seguir con el siguiente. Decíamos éste es el
mejor y luego llegaba otro y decíamos, no, éste es el mejor y así hasta llegar
al final donde nunca emitimos un veredicto unánime sino disperso y generoso
hacia todos los platos.
Después comimos torta del Casar, como nunca la había
comido, con una preparación estupenda y en la proporción exacta para impactar
con su sabor sin agobios. El postre, celestial por supuesto, fue un tocinillo
del cielo con yogurt y cacao. Nos trajeron además una obra de arte del más puro
realismo, una cereza fabricada a partir de cerezas del Valle del Jerte y con su
forma, unida como si fuera hecha por la naturaleza a su rabito de chocolate en
su exacta medida, tamaño y color. Algo mágico para terminar.
Mi amiga, una de las mujeres que conozco que podría
ir por la vida mirando a los demás desde arriba desde hace mucho tiempo y que
sin embargo, es una de las personas más sencillas, prácticas e inteligentes que
nunca he conocido, encima nos dio la gracias por acompañarla cuando nosotras
tres nos deshacíamos en agradecimientos ante semejante y magnífica invitación.
No tengo ni idea de cuantas horas pasamos en el
Atrio, lo cierto es que la conversación fue reconfortante y que en el fondo
ninguna quería irse de allí. Conocimos todo lo que pudimos de ese hermoso hotel
moderno y antiguo en medio de la vieja ciudad de Cáceres, hasta los baños nos
sorprendieron con sus disimuladas puertas en enormes paredes blancas, allí
fuimos la mamá de mi amiga y yo, alegres de vino y deliciosa comida. Y en el
camino la mamá de mi amiga, que me conoce desde que tenía unos ocho años, me
llenó de palabras cariñosas, y para mí fue una alegría de esas que te mueven
recuerdos y sensaciones.
Sé que llegué a mi casa de noche, porque además me
trajeron hasta Plasencia, y hubiera dado lo que sea porque se quedaran en mi
casa y no hubieran seguido camino a Madrid con esa lluvia y esa niebla
persistentes, pero debían irse y yo me quedé reproduciendo una y mil veces en
mi mente la serie de sensaciones de ese día.
El restaurante Atrio no es sólo magnífico en su
comida, y en la belleza del lugar, tiene una cosa que hoy perdura en mi
recuerdo -especialmente cuando en ocasiones voy a algún sitio y el trato duro y
desagradable de los empleados me incomoda- la atención. Sin llegar a ser en
ningún momento zalameros, serviles o impertinentes, todos los empleados que nos
atendieron mostraban una alegría y una cordialidad sincera, ha quedado en mi
mente la imagen de un empleado trayendo mi abrigo, comprado en las rebajas de
hace tres años, como si fuera una prenda delicada y ayudándome a ponérmelo con
una amabilidad sincera. Ese trato cordial, sin imposiciones y cercano, es otro
de los grandes recuerdos que me llevo de esta fabulosa experiencia
gastronómica.
Para hablar de la vida, del día a día, de las
preocupaciones y las metas nos queda el teléfono, el Messenger y el Skype,
aunque nunca como un encuentro entre dos amigas de toda la vida. Y hoy, para
anotar un delicioso día, nos queda el recuerdo del sábado 30 de diciembre de
2012 en el Atrio de Cáceres, un sábado lluvioso y lleno de luz.